Para los que, viviendo rodeados de cemento, creemos en la madre naturaleza, los paisajes patagónicos son religión. La inmensidad de una montaña, un valle, un bosque, un lago yuxtapuesta a un pececito que nada entre el agua verde, unas gaviotas, unos patitos, el fruto de un árbol o una simple rosa que tiene el color diez veces más nítido que en Buenos (¿buenos?) Aires. Una religión cuyo canto es el sonido de un arroyo, cuyo mandamiento es simple y comunitario: preservar. Preservar para poder compartir con futuras generaciones.
Tirarte a dormir la siesta en Traful.
Comer unas mentitas en La Angostura.
Nadar contra la corriente en el Río Aluminé.
Caminar el bosque para encontrar su secreto: una hermosa cascada.
Remar en el Lago Lacar.
Tomar agua del Arroyo Ruculeufu.
Almorzar a orillas del Lago Huechulafquen.
Ver las montañas reflejadas en el Lago Hermoso.
Ver cómo un volcán se adueñó de parte del Lago Epulafquen luego de una erupción que arrasó metros de bosques y dejó un escorial de lava petrificada.
Escuchar las historias más maravillosas y sentir la magia del lugar.
Y la música que siempre acompaña y hace de las emociones un lavarropas.
No podía sacarme de la cabeza lo que me dijiste años atrás, cuando volviste del sur: "
no te alcanza el pecho para sentir todo lo que ves". Simplemente, es así.